Bertrand Russell, genial filósofo inglés, analiza de un modo excelente y muy ameno las causas de la infelicidad en la sociedad occidental.
Su libro, “la Búsqueda de la Felicidad ” es un acertadísimo despliegue analítico de los temas de la felicidad y, por ende. la infelicidad. También, las causas de éstas y sus relaciones con la política, el arte, la moral y todas las disciplinas generales o específicas.
Dentro de él, retrata las condiciones y el contexto bajo los que se produce el bienestar de los “polités” de las sociedades occidentales del siglo XX.
En sus páginas se puede encontrar una aproximación hacia las nuevas realidades globales y su influencia en la percepción social generalizada del propio individuo, del mundo, y de las relaciones en boga entre los seres humanos. Factores imprescindibles para el devenir de la felicidad.
Es un libro supremo, pero, si me dejan especificar, lo que más destaco es su visión del concepto y naturaleza de lo que llaman “competencia” en la sociedad actual.
La competencia entre seres humanos, la competencia actual, la competencia que vivimos día a día, esa competencia que nos acompaña, nos limita y nos tiraniza hasta niveles que no somos ni capaces de sospechar.
Nuestro trato con los demás se basa en una continua relacion de competencia. Nuestros colegios, institutos, lugares de trabajo, e incluso centros artísticos y deportivos se han convertido en auténticos hervideros de almas que sólo aspiran a ser las mejores, en sus respectivos campos o en todos en general.
No hay duda de que ese instinto no solo no ha sido reprimido evolutivamente sino que se nos muestra bajo una cara cada vez más amenazante y que, incluso, colectivos que parecían basar su felicidad en el privilegio que les otorgaba el hecho de no compararse con los demás, como los niños, parecen haber sucumbido al influjo que la autopercepción de sus progéneres proyecta bajo sus débiles conciencias.
La sociedad del “capitalismo sostenible” (pedazo de oxímoron si me permiten la expresión, aunque ya quedará tiempo para hablar de estos temas) parece haber engendrado un órden en el que lo único relevante es la competición.
¿Competir? ¿por qué?
Prescindiendo de una introducción antropológica y sin entrar en causantes de cáriz evolutivo podemos concluir que el hombre actual, una vez satisfechas sus necesidades fisiológicas y de seguridad, ha alcanzado estándares vitales en los que las grandes cuestiones de fondo están orientadas hacia el prójimo, concretamente, hacia el prójimo lejano (no familiar)
Una vez superada la, acuciante antaño, necesidad de vivir, necesitamos otros patrones de vida que aseguren la reproducción y el bienestar. ¿Y que mayor bienestar o privilegio reproductivo que el que se obtiene superando a los demás?
¿No estamos, en cierto modo, compitiendo cuando buscamos pareja? ¿No puede ser que hayamos tendido a generalizar culturalmente esa práctica?
Sea como fuere, lo cierto, es, que los hombres contemporáneos asumen, desde muy jóvenes, la necesidad de la comparación. De la exhibición pública y del reconocimiento social.
No es de extrañar que éste sea el siglo de la psicología y la psiquiatría infantil. El actual modelo, basado en el individualismo, (me resulta harto chocante utilizar este término en sentido peyorativo pero si me comprende sabrá de lo que hablo) en los modelos dogmáticos de perfección impuestos por la “media” de masas y la asunción de los valores del consumo han hecho de nuestras vidas un cúmulo de apariencias, de mentira y de afectación. Una gran mentira con la que, no solo, intentamos engatusar a nuestros congéneres sino, que nos engañamos a nosotros mismos.
Cuántos sueños frustrados hemos tenido que abandonar por poner demasiadas expectativas en nosotros o nuestra suerte. Cuántas depresiones tienen su gérmen en la incapacidad de realizar quimeras que se nos presiona para llevar a cabo. Cuántos barcos quiebran por un exceso de confianza de sus capitanes.
La vida actual se presenta casi como un escollo para la gente sin capacidad para demostrar ser los mejores. La gente tiende a la infelicidad por no valorarse a si misma en medida de lo que es. Los psicólogos se desesperan ante el aumento de incidencia en patologías como la depresión mayor. Y todo por algo tan simple como nuestra falta de recursos para gestionar la frustración.
No hay mayor sabio que el que sabe reconocerse a si mismo, y a esa tarea aspiramos todos.